Sería muy arrogante de nuestra parte que el enunciado que titula este editorial hablase en primera persona. No obstante, sí encierra un sentimiento que es en realidad un deseo. Un deseo íntimo. El de sentirnos capaces aún de poder volcar lo mejor de nosotros mismos en pos de una pasión. Para los burreros de todas las horas hablar de la trascendencia de esta industria -llamada «industria sin chimeneas»- es ser redundante.

Para los que no lo son aún deben interiorizarse más allá de las palabras que por ahí escuchen. Se podría mostrar lo que envuelve esta actividad sin decir una sola palabra, sin escribir una sola oración, sin tener la necesidad de recurrir a estrategias de marketing por más modernas y sofisticadas que fuesen. Si usted se tomase 24 horas para ver con sus propios ojos, en silencio, sin personas influyentes, sin mecanismo alguno de convencimiento que sopese en su sentir, apostaría lo que tengo y lo que no que usted cambiaría para siempre su concepción sobre el Turf. Le concedería su prejuicio de «timba» en esta apuesta si usted me concede que su persona a solas con su conciencia mirase de frente esta actividad. Para unos es una pasión, una recreación de los fines de semana, para otros el medio de vida con el que ponen el pan en la mesa, para otros una manera de invertir al mismo tiempo amor y dinero, en una ecuación donde siempre talla caprichoso el tiempo y la misteriosa fortuna, ¿cuando no? Es una actividad productiva, económica, deportiva y sociocultural. El Turf es una forma de vivir.

Vengo de abuelos burreros, de perfiles opuestos, mientras mi abuelo materno era capaz de disfrutar una jornada entera sin apostar un solo boleto, mi abuelo paterno concebía al Turf desde la apuesta. Crecí siendo un hípico de dos tribunas en simultáneo: el Palco Oficial y el desaparecido Paddock, es decir entre la tribuna de los distinguidos miembros del extinto Jockey Club, y la tribuna popular de los de a pié.

Esa dicotomía estructural que forjaban paredes y un puente subterráneo que iba de un lado al otro, era en realidad una hermosa coincidencia que estoy seguro, amen de los pingos sobre la arena, fue lo que forjó mi espíritu burrero, que creció a la sombra de los turfman que llamé caballeros, sin otra distinción que la sapiencia enaltecida de leer con inteligencia un programa que parecía de carreras de caballos, pero que escondía una sociedad de bohemios e intelectuales que dados en cuerpo y alma en culto a una pasión, forjaban una hermandad sustentada durante décadas que ya pasan los siglos, y es el mayor secreto de una tradición que tiene las mil y una historias que contar.

Recordar la bonhomía de aquellos ilustres, en mi infancia y pre-adolescencia es entender lo que ocurrió después, quien fui y quien soy. Y se los debo. Y se los deberé. Ya que jamás les podré devolver lo que me dieron. No tiene que ver, aunque por entonces lo creía, con el dato de un caballo para la carrera siguiente, ni con la anécdota que nunca me aburría aún contada cien mil veces, en tertulias que se me quedaron añadidas en el alma, afortunadamente. ¿Cómo pudiese haber empardado tamaña fortuna el acierto de un caballo por más que diera el máximo?

Me hicieron creer, aquellos hombres de café y mostrador, que todo era por un caballo. La lección se iba a aprender después con el derrotero de la vida, que se parece a un programa de carreras, donde aciertos y errores se suceden pero la carrera más importante siempre es la próxima.

Si usted se encontrase a las 5 de la mañana entre los verdes pastizales de un haras de crianza, y viera el sol asomar rebotando los primeros rayos en el anca de un pura sangre, si viese el trabajo incansable e insustituible del peón de campo, recorriendo los boxes para ajustar la cama y los comederos. Si tuviese la fortuna de recostarse sobre un palenque para dejarse seducir por la nobleza y la exhuberancia del sangre pura, si se quedara igual que el pingo mirando a lo lejos, y tuviese usted la fortuna de adivinar la lejanía, volveríase impávido de los peligros mundanos, y recibiría como una descarga, que le llenará al mismo tiempo de paz y energía el alma. Si de allí se transportara a una mañana de ensayos en el hipódromo. Si viese que esos son los mismos que aquellos en el paso del tiempo, tal vez usted ejercitase su propia línea de tiempo, y en un sentido de reloj averiado, usted se perdería como en un agujero negro, a una dimensión desconocida, que después de conocerla aún, no va a entender cual es el singular hechizo que le ocasiona el golpeteo de los cascos de los caballos sobre la pista, el relincho que sale de los boxes en el patio hípico, lo que llamamos stud, y esa mezcla de sonidos y silencios entre cronómetros que se ajustan como los pingos que se van poniendo en forma para la carrera del domingo, este, el próximo o algunos subsiguientes. Entre mates y opiniones, las ilusiones de las promesas templan el espíritu hasta media mañana. Luego el silencio se afinca y queda a solas con la arena, contándose secretos que nunca conocemos más allá de las fábulas que alimentan las historias bien contadas.

A la tarde, carreras. Aparecen las coloridas y pintorescas chaquetillas de colores que dan identidad a una escudería. Más fábulas. Mitos y leyendas que se forjan en las patas de los campeones o promesas que se hacen añicos, como dice el tango, «en las patas de un tungo roncador»…

Ya no existen silencios, a los murmullos del dato «a la sordina» se le incrustan los desaforados gritos de tenedores de ilusiones que como no pueden bajar a dirmir en las arenas, dirimen en las tribunas armados con un «grito de guerra», que saca de adentro todo aquello que haya quedado acumulado de estrés o frustaciones (laborales o personales) durante la semana. Será por eso que hasta el que pierde en el disco por una cabeza, luego de la seguida maldición echada al viento, se reconforta el espíritu con ese desahogo tan reparador. Se vacía a veces un poco el bolsillo, sí, pero se vacía también la tensión de la semana, y la ecuación resulta luego una ganga en el mercado de las emociones. Lo increíble es que la contienda que tuvo de todo, la tensión del paseo preliminar y la largada, el desarrollo de una apasionante carrera, un cabeza a cabeza de hacha y tiza en la recta final y gritos y emociones diversas y en alto grado contrincante, desatadas al unísono, acaban en la cordialidad de un saludo caballeresco que robustece de hidalguía al perdedor y al ganador le otorga un trofeo invisible, pero lleno de un significado que la cortesía infunde. Si me pregunta cómo puede estar lleno lo que es invisible, recurrié a Antoine de Saint-Exupéry que en su majestuosa y universal obra «El Principito» dejó muy patente que «lo esencial es invisible a los ojos».

Las carreras terminan un domingo cualquiera, y el perenne matrimonio entre el silencio y la arena, se vuelven a quedar a solas, en una intimidad que seduciría al más frívolo. Puede ser hora de subasta. Cuando la noche llega y baja el último resplandor del atardecer, baja en el ring de ventas también, el martillo del rematador. Hay un catálogo que ofrece la gloria en una puja incierta en pos de quedarse con el hijo de fulano o el hermano de sultana, con árbol genealógico que si rasca siempre tiene algún campeón en la vuelta, a un jefe de raza, y la ilusión crece desde el pie y llega hasta la mente de un Turfman que cree siempre, que cuando se bajó el martillo acaba de adquirir en gracia de Dios o de Tique, la diosa de la fortuna griega al crack del año que viene…y será crack hasta que la pista demuestre lo contrario y para entonces ya estará absolutamente tomado por esta pasión. Y no habrá mal que lo haga arrepentirse porque la esperanza, aunque fue pagada en cuotas, se pagó sola y dejó números en rojo tal vez, pero réditos cuantiosos de otras índoles, que para fortuna de la existencia humana, no es capaz de pagarse con dinero. Aunque por las dudas pague, porque las deudas, esas sí, nuncas son de otras índoles.

Uno pensaría que después de un buen remate donde compremos o no empieza a develarse el misterio de lo venidero, ya no hay quehaceres nocturnos para el Turf. Craso error. Si de místicas hípicas hablamos, si de tertulias burreras referimos, el «asado» es un acto evangelizador de los burreros, y más entre nos, los rioplatenses. Cuna y lecho de fábulas comunes, tan increíblemente extraordinarias, como creíblemente necesarias. Hay studs que se llaman «Viernes Asado» o «Asado y Vino» y otros tantos, que riden tributo no solo a Baco, sino a todos los que abrazamos esta pasión. Las anécdotas se cuentan en racimos, que ya Baco en persona descalzo pisoteó con exclusividad. Empiezan a aparecer los futurólogos y los empedernidos optimistas que gracias al propio Baco, se sacan la foto del «Ramírez» después de la de perdedores que amerita el ritual.

El pingo ligó algunas zanahorias o un buen terrón de azúcar. El peón lleva su atado de tabaco y la propina siempre es de buen recibo en el stud. El sereno vigila nuestros más fecundos sueños, y el herrero tiene prohíbido herrar sin h. El veterinario sabe siempre lo que es bueno y no siempre es portador de malas noticias, aunque casi siempre tiene «cuentas extras», pero es clave tener uno bueno para que el pingo luzca sano y fuerte para la competencia. El entrenador diagrama la campaña y se la juega a la hora de escoger las formas de entrenamiento. El capataz es el nexo entre el cuida y el peón, clave en dos idiomas para un mismo y claro entendimiento. Saber bajar las órdenes para una buena ejecución es determinante. Es bilingüe siempre. Está el vareador, todo un artista del apronte. Muchas veces ni siquiera se calza luego la de colores pero es el que ejecuta el entrenamiento perfecto de cara a la carrera. El periodista pregunta a los allegados al pingo y opina contando con cartillas de antecedentes y aprontes para un pronóstico más certero. Es, generalmente, más errador que el herrero. Le pone h cuando da en el clavo pero estas h sí que suenan porque se vanaglorea de su acierto, aún cuando sabe que en esto del Turf, la sabiduría, siempre es efímera. El criador es un entusiasta de la inversión. Apuesta como ningún otro. Usa campos que en otras actividades le sería más rentable, para sacar una renta en gloria que muchas veces no tiene retorno. Eso sí, criar al crack del año, al ganador de un «Ramírez», al de una «Polla» y ni te digo al pingo de exportación que luego se calza la celeste en representación del Elevage Nacional, tiene una ganancia mayúscula que no se cuenta en billetes. Busca con cruzas genéticas atraer al propietario, o los propietarios. Gentes que con mucho o pocos dineros, buscan tener un pingo para divertirse y vivir de primera mano todas las instancias que regala esta pasión. Sí, las regala. Si no tiene para comprarse un caballo puede invertir en amigos, a la larga no faltará la oportunidad de comprar un rulo de la crin del caballo pero será del 100% la propiedad de su orgullo y el deleite de ir a verlo en el stud o en una mañana de entrenamientos, multiplicada en dicha si en familia y con la barra de amigos. Mes a mes hay que pagar la pensión. A veces el caballo corre y gana, pero otras no gana, y otras ni siquiera corre porque se está recuperando de una lesión. La cuenta hay que pagarla siempre. El propietario es en la esfera productiva el que hace girar la rueda. El jockey…nosotros los uruguayos tenemos un vasto historial de jinetes excelsos que bañaron de gloria al Turf oriental. Desde el «Pulpo» Irineo Leguisamo hasta el majestuoso Pablo Falero y sigue dando buenos jinetes el tiempo. El arte de la conducción de pura sangres es de precisión científica. Fracciones de segundo y milímetros que hacen la diferencia. En esas exiguas y casi insignificantes medidas, el jockey con la responsabilidad y mucha más celeridad que el gerente de una gran compañía, debe tomar decisiones que separan nada menos que la gloria del fracaso, jugándose siempre su propia integridad física. Bien usaba Doncaster (máxima pluma de la crónica hípica de todos los tiempos) la figura de la mitología griega del Centauro para establecer la dimesión de la comunión entre pingo y jinete, entre animal y ser humano. Socios de la gloria, y socios del fracaso. Siempre socios.

Y para el final dejé al aficionado, que somos todos nosotros. Los que alentamos, los que palpitamos, los que vibramos con esta pasión que se contruye en el día a día y en los pequeños detalles. Por eso decía el propio Doncaster que «el Turf es una ciencia y un arte», en lo que para mi es la más maravillosa definición del Turf de todos los tiempos. Cuando Maroñas cerró en diciembre de 1997 y no se sabía si volvería a abrir sus puertas, se fue a tomar el 175 a Las Piedras y colmó sus tribunas para decir «acá estamos y no nos moverán».

Hoy las tecnologías y los cambios generacionales en el mundo están poniendo al Turf en una encrucijada. Nosotros tenemos una oportunidad. De agregarle a todo aquello que mamamos desde purretes la conciencia del bienestar animal, y del cuidado de las ludopatías. De malas experiencias de conocidos o familiares aprendimos, por eso siempre recomendamos apostar con moderación y disponiendo con antelación los dineros que van a jugarse en las carreras. Si se apuesta con prudencia puede ser muy divertido. El caballo es el gran protagonista y se le rinde tributo permanente dándole atención esmerada y afecto. Cuidarlo es vital. Es de estricta obligación moral. Quien desatiende o más aún quien agrede un caballo no merece ser parte de la familia burrera.

Habiendo pasado más que Dante en La Divina Comedia, la mitad del camino de la vida, entendí que mi función es tratar de sembrar alguna semilla de aquellas que germinaron en mi los entusiastas turfman que me dieron mucho más que una pasión. Ser por mi edad el nexo entre los que hoy conforman las tribunas de algodón y los futuros burreros me resulta apasionante. Contando historias, llevando los valiosos testimonios de los protagonistas nos sentiremos a gusto y muy felices. Les agradezco infinitamente la lectura. Me distinguen con su presencia en este portal web o en Tiempo Récord Tv por Youtube. Tengo muchas ganas de contar la próxima historia a partir de una carrera…que tiene un disco para cada uno de nosotros, pero que en la pista infinita del tiempo, apenas somos un grano de arena. Considerando que en ellas se han arrojado las cenizas de miles de burreros, destacados seres humanos que dotaron de caballerosidad y bonhomía las distintas épocas, es un orgullo ser ese minúsculo grano de arena. Si usted aporta el suyo, estas arenas seguirán siendo pista de maravillosas historias y habrá siempre un cuentista que las describa. Arenas del tiempo movidas por una pasión increíble, que se ha hecho realidad en los sueños ambiciosos de quienes dan lo mejor de si mismos.

Al fin y al cabo, o mejor dicho en puntos suspensivos quiero decir, que el enunciado inicial no es del todo certero. Sin falsas vanidades y en honor a la verdad, declaro a viva voz que soy yo quien necesita al Turf y Elevage Nacional. Gracias por estar, y sean bienvenidos a Uruturf.com «Ciencia y Arte de una Pasión»…

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